Hace ya casi dos milenios y medio, a finales del siglo IV a. C, en una Atenas
mermada por las guerras -primero contra los persas y después contra la liga del
Peloponeso- Platón acababa de sufrir, en el 399 la muerte del «más justo de los
hombres»,1 su maestro Sócrates, víctima de una conjura que triunfó en la asamblea del
gobierno democrático ateniense. Iba a comenzar el principio del fin de la época dorada:
el llamado «siglo de Pericles». El historiador Emile Bréhier señala cómo en la Grecia de
aquel entonces, el filósofo se definía sobre todo por su relación y sus diferencias con el
orador, el sofista y el político,2 ejemplos muy relevantes de lo que constituía la sociedad
ateniense de la época.
Para Platón, el sofista representaba no sólo un enemigo a combatir desde el
terreno especulativo, sino un peligro para la concepción social que había defendido
durante toda su vida. Es importante señalar que los sofistas –los más antiguos
precursores de lo que hoy serían los llamados «profesionales de la educación»- no eran
atenienses, sino como hoy día se diría «ciudadanos del mundo». Sus embajadas a
Atenas serían contadas, pero dejarían una huella imborrable, pues llevarán a la filosofía
clásica aspectos decisivos en el desarrollo posterior de las ideas, como la distinción,
entre dos ámbitos que jamás volverán a unirse desde entonces: la Naturaleza y la
Cultura, así como la introducción del individuo como foco fundamental del conocer y
actuar humanos.
Frente al esencial comunitarismo de Platón, para el cual ningún hombre es
persona fuera de la sociedad (es decir, de la polis) el sofista propugnaba la nueva
libertad del hombre burgués, hecho a sí mismo, e igual por naturaleza a todos los demás
hombres. Así lo sostuvieron sofistas como Hippias o Antifón.3 De este modo, el papel
de la Naturaleza quedaba neutralizado: el hombre solo se hace persona en el seno de
Cultura, por lo que una de las importantes misiones de todo Estado era proveer una
educación (paideia) a todo ser humano. Desde este similar punto de partida, los puntos
de vista de Platón y los sofistas van a ser radicalmente distintos, pues los sofistas parten
del individuo como un sujeto a priori de derechos y cualidades, las cuales suponen el
fundamento mismo de su socialización. Platón, en cambio, no parte del individuo, sino
de la persona social: es la sociedad el más radical suelo donde las cualidades y derechos
humanos se establecen. Fuera de ella no hay más que la animalidad o la divinidad. Es
por ello que Platón considera la distinción entre Physis (Naturaleza) y Nomos (Cultura)
como fuera de lugar. El hecho es que esta cesura dualista y metafísica entre los ámbitos
natural y social del ser humano, separados entre sí, dará lugar con el tiempo a la
distinción que para los ilustrados alemanes se establecerá entre las llamadas
Naturwissenschaften o Ciencias de la Naturaleza y las Geistwissenschaften o Ciencias
del Espíritu, muy distintas de los clásicos trivium (gramática, retórica y lógica) y
quadrivium (aritmética, geometría, astronomía y música) que formaban la tradición de
las «artes liberales». Dicho currículo, que Platón y Aristóteles llevaron a la práctica en
sus escuelas, se basaba en la asunción de aquellas disciplinas necesarias para el
desarrollo de la inteligencia y la excelencia moral, diferenciándose así de aquellas que
son meramente útiles o prácticas. Sin embargo, la división sofista entre lo natural y lo
cultural es la que parece haber triunfado hoy día en el currículo occidental, hasta llegar a
nosotros, depositarios de un itinerario educativo que ha de elegir forzosamente entre una
educación científico-tecnológica, o una educación socio-humanística.
El valor del individuo que, en definitiva, el «nuevo ilustrado» propugna en la
cada vez más depauperada Atenas, es aquel separado de la sociedad y que, por ello
mismo, necesita de esta para cumplir su plena realización. Un individuo genérico cuyo
ejercicio hace a la sociedad y no al revés. Y una sociedad en la que todo hombre
encuentre en los demás, no la realización, sino, por el contrario, la limitación de su
libertad. Así lo señala Marx frente a la Ilustración que enarbola los Derechos del
Hombre y que muy bien podría haber sostenido Platón frente a la ilustración sofista:
Muy lejos de concebir al hombre como ser genérico, estos derechos hacen aparecer, por el
contrario, la vida genérica misma, la sociedad, como un marco externo a los individuos,
como una limitación de su independencia originaria. El único nexo que los mantiene en
cohesión es la necesidad natural, la necesidad y el interés privado, la conservación de su
propiedad y de su persona egoísta.4
Los sofistas se amoldaron perfectamente al sistema democrático ateniense, que
veía en su ideal educativo la razón de estado perfecta para perpetuarse. En efecto,
los sofistas promulgaban que todo hombre lo es verdaderamente si resulta educado
en los valores de la ciudadanía (democrática) de la polis. De este modo,
presentándose a sí mismo como los más preparados y sabios (sophistés) de los
hombres, se arrogaban el papel de formadores de la virtud, y, justificaban así un
sueldo, debido a la esencial función social que desempeñaban para el Estado. Es por
ello que Protágoras defendió –quizás por vez primera en la historia de Occidente- la
educación obligatoria para todo infante, fuera este de la condición que fuera. De este
modo, el gobierno –mediante tales funcionarios- se garantizaba el papel de
educador, al tiempo que legitimaba su status.
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Pero este papel redentor a través de la educación tuvo, tras los sofistas, otro
tradicional abanderado: el clérigo. De hecho, y como tan certeramente han sabido
asumir las religiones monoteístas, desde tiempos inveterados la formación del creyente
ha resultado fundamental para su «conquista» espiritual. Mediante la formación del
neófito, y como señala el filósofo español Gustavo Bueno: «la Gracia santificante, don
del Espíritu Santo, en cuanto “gracia medicinal” curaba el hombre de su estado de
pecaminosidad; también lo elevaba sobre su estado natural de animalidad, como “gracia
elevante”»5 y sobre todo, lo justificaba en su existencia y daba a su vida un sentido
preciso. De este modo, el sofista y el sacerdote se erigían en los auténticos caudillos (de
ducere: «guiar, conducir» de donde proviene también «educación») de una humanidad
que, solo de este modo, salía del Estado de Naturaleza para penetrar en el Reino
santificador de la Cultura. En consecuencia, la Cultura -así como su intrínseco
referente, la «Educación»- resultan desde la Edad Media, modos secularizados de la
Gracia. Por ello, la función tradicionalmente dominante (es decir, la clerical) ha sido
análoga a la que definió al Reino de la Gracia. La educación «remediará el estado
meramente natural al que estaría “condenado” el hombre como primate (…) elevará a
los hombres a su condición de seres espirituales y libres.»6
Hoy día, con la progresiva secularización de las sociedades occidentales, es
decir, con la cada vez menor presencia de la religión en los felices hogares del Estado
del Bienestar, los curas de almas han tomado formas nuevas y esta libertad y dignidad
que el sacerdote insuflaba se ejercita por obra de unos nuevos sofistas: cierto tipo de
«educadores» cuyas proclamas están llenas de humanismo ilustrado, pero que esconden
-acaso sin saberlo- por encima y por debajo de dicho disfraz, una sotana y un
alzacuellos. Muchos de ellos incluso se confiesan convencidos defensores del más
riguroso laicismo, enarbolando la proclama de una educación «racional y científica».
Estos «educadores» llevan a cabo la ideología metafísica y humanista de los
antiguos sofistas y de los clérigos. En palabras de Platón: «dan un aire de novedad a lo
que es antiguo, y un aire de antigüedad a lo que es nuevo; en fin, han encontrado el
medio de hablar indiferentemente sobre el mismo objeto de una manera concisa o de
una manera difusa»,7 pues inventan supuestas nuevas técnicas pedagógicas, recubren de
eufemismos lo que desde años han constituido las terapias de control de la conducta.
Pero además se convierten en los nuevos y perfectos adalides de los gobiernos y los
Estados occidentales y, subvencionados por ellos, llevan a cabo el trabajo por el que
mediante ellos, el Estado nos hace personas humanas, es decir, nos convierte en seres
civilizados, miembros de pleno derecho de la Cultura santificante. De este modo, estos
cada vez más numerosos nuevos sofistas que pululan por tantos centros educativos y por
las Consejerías de Educación de nuestra Europa, establecen para el profesional de la
educación un papel que, solo un ministro de divinidades podría ejercer: la santificación.
Pero dicha utópica y loable misión -ninguna más valiosa y profunda podría arrogarse un
hijo del hombre- se convierte, si se mira desde una perspectiva más terrenal y realista
como pretende ser la nuestra, en la auténtica prebenda de los gobiernos a sus siempre
potenciales votantes, justificando así la preciosa y nunca ponderada tarea de dar una
educación a sus ciudadanos. Por ello, estos nuevos sofistas, como en tiempos de Platón,
se erigen en los nuevos adalides de los gobiernos, y subvencionados por ellos, en los
formadores de la civilización que el sacrosanto Estado promueve para el bien de los que
serán sus correligionarios, sus sostenedores. No obstante, no se cansan, bajo este
humanismo decimos, de fomentar una educación basada en la libertad y el espíritu
crítico, a excepción de no criticar la salvaguarda de la educación misma, que es, como
sabían los sofistas hace dos mil cuatrocientos años, la del mismo Estado. Por eso, estos
«educadores» que tanto proliferan en nuestros días siempre estarán unidos al Estado y el
Estado ideológicamente a ellos, como los garantes de su ascenso al reino de la Cultura,
es decir, de la Gracia. Lo mismo que siempre quiso la Iglesia. Iuventutis institutio
renovatio mundi est. Tan lejos, tan cerca.
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De este modo, el educador tomado en estos términos, además de constituir un
elemento ideológico para el sostenimiento del Estado, puede producir efectos muy
perniciosos en los educandos como lo señala el famoso mito de Pigmalión, cuya
moraleja hace ya tiempo que se ha aplicado en el análisis de la educación escolar.8
Pigmalión es un escultor de Chipre que odiaba a las mujeres y decidió no casarse nunca.
Durante muchos meses, sin embargo, se dedicó a esculpir una mujer hermosa y acabó
enamorándose locamente de la estatua. Pigmalión le suplicó a Venus, diosa del amor,
que le enviara una muchacha semejante a su estatua. La joven, a quien Pigmalión llamó
Galatea, se convirtió en su amante. De este modo, muchas interpretaciones se han
sucedido a lo largo de los siglos sobre este mito. Así, por ejemplo, la del dramaturgo
británico Bernard Shaw, en su comedia Pigmalión de 1913,9 para el cual Pigmalión es
un misántropo y misógino que se jacta de tratar a todos por igual desde su torre de
marfil revestida de ciencia e ilustración y cuya labor de escultor se centrará en cincelar
a una muchacha de baja estofa para transformarla en una auténtica dama de la alta
sociedad, según sus altos y humanos principios. Por ello el amor de Pigmalión hacia
Galatea no es real, pues ella solo constituye para su formador el conejillo de Indias de
un experimento del que Pigmalión se ha enamorado maniáticamente. Por ello Pigmalión
no ama a Galatea, sino solo a propia técnica artístico-educadora. De este modo, una de
las enseñanzas que este mito aplicado a la labor educadora, nos proporciona es que
resulta muy humanizador y loable que el maestro o profesor hagan lo mejor por sus
alumnos, cuando en el fondo lo que hacemos es perpetuar nuestras propias ideas a
través de ellos, utilizarlos para mayor gloria de nuestras convicciones. «Les imponemos
la humanidad -dice Savater- tal como nosotros la concebimos y padecemos, igual que
les imponemos la vida».10 Así, el mito de Pigmalión se traslada al tipo de profesor (o al
sacerdote, llamado «padre») que cree salvar por la educación a sus hijos, concebidos
como las joyas de su creación pedagógica frente a un mundo canalla y zafio. De ello se
desprende un notable pesimismo con respecto a los humanos, sobre todo con respecto a
aquellos que no comparten los presupuestos educadores o los ideales tan humanos de
dichos profesores. Así, esta buena voluntad educadora del nuevo maestro o profesor
para con sus educandos puede analizarse desde otro punto de vista, no tan benigno, y
que respondería más bien al famoso lema de Schopenhauer según el cual, mientras más
observaba a los demás hombres, más amaba a su perro.
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La socióloga canadiense Judith R. Harris señala en su libro El mito de la
educación,11 que las teorías globales de los llamados «expertos» en educación se basan
en presupuestos que la autora, mediante un laborioso trabajo experimental y de campo,
ha demostrado como infundados. La conclusión a la que llega, tras años de
investigación y de haber sistematizado sus conclusiones en su llamada «teoría de la
asociación grupal», es que los muchachos en edad educativa tienden a valorar más la
interacción simétrica que la complementaria, es decir, que les influye más un entorno de
relación (los «nuevos educadores» tal vez utilizarían el neologismo «interacción») de
reciprocidades entre iguales, que el entorno hogareño y escolar, los cuales suponen
relaciones más complementarias o desiguales.12 Harris critica a todos estos nuevos
expertos en la educación, porque conciben a esta de una manera demasiado sistemática,
sin valorar realmente la diferencia en sí de cada educando. Por otro lado, el antropólogo
J. P. Carothers, durante sus investigaciones a numerosos pueblos africanos, señala que
los miembros instruidos de dichas sociedades «merecen una mayor comprensión de sus
dificultades» pero, por otro lado, al ser estar más formados, «sus tentaciones son mucho
mayores».13 Asimismo afirma que los miembros de la comunidad no instruidos poseen
un sistema nervioso mucho más letárgico, mientras que, por el contrario, los miembros
educados resultan mucho más productivos. Sin embargo, las consignas de ciertos
miembros de la comunidad educativa, cada vez más como decimos, no admitirían estas
evidencias. Seguramente esgrimirían los formalismos metafísicos de la Humanidad y la
Dignidad que ensalzan todos los políticos para justificar tan preciada misión. Así se
desprende de las palabras llenas de solemnidad que los gobernandos pronuncian cuando
hablan de la Cultura, la Educación o la Democracia. Una especie de fundación de un
mundo nuevo
(…) más allá de cuya entrada no estará tolerado avanzar para las criaturas del viejo. Tal vez
eso explica buena parte de la obsesión por fundar ese mundo nuevo y extraordinario sobre
algo más que un solo factum político; sobre algo que deriva más de la mutación metafísica:
la emergencia de algo prodigioso y aún por estrenar llamado “hombre”, invención genérica,
suntuosa, bajo la cual dar razón de todo aquello que el viejo mundo ignoró.14
Lo que señalan estas palabras de Gabriel Albiac es que esa nueva pretendida utopía por alcanzar mediante la educación, la del hombre autónomo y libre en el que se realizarían los más altos valores del humanismo resulta el sueño vacuo y falso en el que
los Estados gobernantes y sus ciudadanos perpetúan su inquebrantable unidad. No creamos que solo la escuela educa…no nos arrogemos la soberbia de ser los únicos
responsables en la formación de la personalidad académica y biografía de un educando. No pretendamos convertir el centro educativo en otro lugar de salvación, pues la escuela
no es un reino de «humanización» más de lo que lo es la sociedad en la esta se
incardina. No solo educa la escuela, sino los medios de comunicación, el entorno
familiar o los amigos. Y no somos más importantes que ellos. «¿Hasta ese punto,
insensatos, deberemos pensar que (los maestros y profesores) son quienes afirman que
son los más sabios de los hombres?».15 No caigamos en la sofística de ciertos
psicopedagogos y expertos en «culturizar» o «humanizar» al ser humano «educándolo
en valores» utópicos desde los que se juzga la sociedad circundante: la Igualdad, la
Solidaridad o la Tolerancia, por ejemplo. «Lo falso –afirma Ortega– es la utopía, la
verdad no localizada, vista desde "lugar ninguno”. El utopista (...) es el que más yerra,
porque es el hombre que no se conserva fiel a su punto de vista, que deserta de
supuesto.»16 La educación no debe juzgar desde ningún valor preconcebido y acrítico la
sociedad en la que ella misma se incardina, sino mostrar «con la misma libertad de
espíritu a la cual las matemáticas me han habituado» -como diría Spinoza- que la
auténtica formación es la de comprender las acciones humanas como se comprende un
teorema matemático: humanas actiones non ridere, non lugere, neque detestari, sed
intelligere.17 Esta educación spinozista y platónica sería así la de los verdaderos
individuos libres. Sin embargo como sucedió en vida de Spinoza y Platón, «estos
hombres libres pasan automáticamente a convertirse en “enemigos del Estado”».18 Para
una educación sofística que huele, demasiado sospechosamente, a humanidad,
postulamos esta libertad de espíritu que Platón promulgaba en el frontispicio de la
Academia: nadie entre aquí que no sepa geometría.
NOTAS.
1 PLATÓN: «Carta VII». En Cartas, Madrid: Akal, 1993, p. 188
2 BRÉHIER, Emile: Historia de la filosofía, I. Madrid: Tecnos, 1988, p. 128.
3 JAEGER, Werner: Paideia. Paris: Gallimard, 1988, p. 377.
4 MARX, Karl: «La cuestión judía». En Anales franco-alemanes; Barcelona: Martínez Roca,
1970, p. 441.
5 BUENO, Gustavo: «Entrevista». En Culturas, 336, (1992), p. 3.
6 Ibíd..
7 PLATÓN: «Crátilo» 484b3. En Diálogos, México D. F: Porrúa, 1992, p. 652.
8 ROSENTHAL, R. y JACOBSON, L. E: Pigmalión en la escuela. Madrid: Marova, 1980.
9 Pieza que fue la base para una película y un musical que con el nombre de My fair lady se
estrenó en 1955 y llevada de nuevo al cine en 1964 por George Cukor.
10 SAVATER, Fernando: El valor de educar. Barcelona: Ariel, 1997, p. 7. Sin embargo, el
propio Savater parece hablar desde las misma posiciones sofísticamente humanistas cuando
afirma ideas como esta, de las que su estudio se encuentra bien provisto: «vaya por delante que
tengo a maestras y maestros por el gremio más esforzado y generoso, más civilizador de cuantos
trabajamos para cubrir las demandas de un Estado democrático». Ibíd..
11 HARRIS, Judith, R: El mito de la educación. Barcelona: Grijalbo, 1999.
12 Op. cit. p. 199.
13 McLUHAN, Marshall: Galaxia Gutemberg. Madrid: Círculo de Lectores, 1993, p. 60.
14 ALBIAC, Gabriel: Desde la incertidumbre. Barcelona: Plaza & Janés, 2000, p. 103.
15 PLATÓN: «Menón», 91d-92b. En op. cit. 211. El paréntesis es nuestro.
16 ORTEGA Y GASSET, José: El tema de nuestro tiempo. Madrid: Revista de Occidente, 1976,
p. 103. En el apéndice de este libro «El ocaso de las revoluciones», y en el contexto de este
tema, considérese también estos asertos del filósofo español, aplicados a la educación: «La ley
buena es buena por sí misma, como pura idea. Por eso, desde hace siglo y medio, la política
europea ha sido casi exclusivamente política de ideas. (...) Ahora bien: una idea forjada sin otra
intención que la de hacerla perfecta como idea, cualquiera que sea su incongruencia con la
realidad, es precisamente lo que llamamos utopía. (...) Tal vez en la ciencia, que es una función
contemplativa, tenga el utopismo una misión necesaria y perdurable. Mas la política (léase, la
educación) es realización. ¿Cómo no ha de resultar contradictorio con ella el espíritu utopista?».
Op. cit. p. 129.
17 «Tratado Teológico-Político I.IV». En SPINOZA, Baruch: Ética / Tratado Teológico-
Político. México D.F: Porrúa, 1991, p. 307.
18 ALBIAC, Gabriel: op. cit. p. 61.
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