«¡Qué
hermosa vida!», goza el hombre, sintiéndose acariciado por esos ojos… Su mano
se mueve hacia ella bajo las sábanas, pero se inmoviliza antes de tocarla, en
cuanto percibe una tibieza en el lienzo. Allí se detiene como un peregrino ante
el santuario final, mientras se deja mecer en las ondas tranquilas del aroma
femenino. Sus párpados, al cerrarse poco a poco, van adoptando una expresión
final de beatitud.
Ya dormido,
la mujer inmóvil le sigue contemplando enternecida. Sonrisa de niña descubriendo
al hombre; mirada de madre ante el hijo en la cuna; emocionada serenidad de
hembra colmada por su amante.
José
Luis Sampedro, in “La sonrisa etrusca”, p. 248.
[Trad. Luis Leal]
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