Flanear en Évora
Nací en Évora, esa vieja ciudad amurallada en
tres culturas: la romana, la árabe y la cristiana. Aquí el silencio y el recogimiento,
casi místico, se mezclan con el movimiento típico del comercio y de los
servicios administrativos de una capital de distrito.
Creo que esta combinación se me metió en el alma nada más nacer y no dudo de
que, aparte de otras circunstancias, fue el clima pausado, la calidad de vida
de esta ciudad, en mi niñez y mocedad, lo que determinó en gran parte la
formación de mi carácter.
Siempre la conocí turística, incluso antes de
la locura (hecha panacea) del turismo. Recuerdo muy bien cuando logró el estatus de Patrimonio de la Humanidad. También
me acuerdo perfectamente de cuando vino Isabel II de Inglaterra y como se fregaban
muchas de las pintadas revolucionarias de un
pueblo unido jamás será vencido.
Ya no forma parte de mi día a día como antes,
en esa época en que me enamoré de Cesário Verde y recorría la ciudad imitándolo,
sin genio poético, pero con Évora como musa. Tampoco vuelvo con la frecuencia que
me gustaría, pero siempre vuelvo. No residir allí no me impide de habitarla y,
si puedo, flanear. Aprendí de Assis
Pacheco esta palabra, del francés flanêr.
Va más allá del caminar. El caminante no tiene destino, va sin rumbo, sin nada
ni cosas con las que se preocupe.
Hoy, si me obsequia con su compañía, flaneemos juntos. Tal vez nos perdamos
por un recorrido antiguo, quizás nos alejemos del interés turístico de primera
clase o low-cost. A lo mejor iremos
por caminos llenos de inutilidad y donde, seguro, está prohibido el multitask impuesto por el cotidiano.
Empecemos.
Le invito a una bica en una plazoleta de mi barrio, el Bairro de Nossa Senhora da Saúde. En realidad, no tengo ni idea
de cómo se llama, y corriendo el riesgo de ser linchado por lo socialmente
correcto, la llamamos Largo das Pichas Murchas.
Qué pena que ya no saludames a Ti Zé,
se fue al otro barrio rozando los 100, pero las conversaciones y las partidas
siguen dignamente con gente igual de mayor pero que cada vez usan menos la
boina alentejana.
Sigamos por debajo del Ponte de Ferro. Ya no pasa el comboio
(el Alentejo es como Extremadura, sin tren) pero tiene una ecopista que nos lleva sanamente más allá de Arraiolos. Caminemos
en dirección al casco antiguo. Aprovechemos para hundir nuestros pies en las
hojas de los plátanos, darle patadas infantiles, olvidando alergias y
simplemente oliendo el otoño. Entremos por el fondo de la Rua de Machede. A nuestra derecha tenemos un discreto baluarte de
la muralla nueva. Por detrás, en la rotonda, está el monumento de los bomberos,
y mi antiguo instituto, algo que siempre me alegra de ver al llegar a Évora.
Subamos para arriba, pues para abajo es
imposible. Si nos entra hambre o, en mi caso, alguna nostalgia de pan portugués,
entremos en el Lavrador y comamos una
tosta mista. Al lado estarán un par
de estudiantes desaparecidos del Colégio do
Espírito Santo, recuperándose de la juerga de la noche anterior. Algunos visten
el traje negro universitario, bonita tradición siempre y cuando no se les suba a
cabeza la ilusión indumentaria de poder y se transformen en murciélagos idiotas,
gritando y haciendo novatadas apodadas de integradoras.
Más adelante, un poquito antes de Portas de Moura, fijémonos en el pequeño
Jardim do Bacalhau. Un eborense siempre identificará primero su
forma de bacalao y solo después se preocupará en saber su nombre de verdad.
Habría que preguntar si, por estos pagos, sigue abierto el alfarrabista, esa preciosa palabra que se traduce por tienda de
libros de viejo.
Parémonos y sentémonos un rato en la fuente de
Portas de Moura. Es del siglo XVI,
pero a las palomas les da igual y la contemplación puede terminar con alguna
imprevista evacuación aérea. Estamos al sur y nuestros pasos ignoran el GPS o Google Maps. Es imposible perderse en Ebora Libaralitas Julia, pues su tradición romana evoca el refrán quien tiene boca se va a Roma.
Si fuese verano una mini Sagres nos calmaría la sed, pero empieza el frio y huele a castañas.
Persigamos su olor y disfrutemos de los árboles del Largo da Misericordia. Por la noche, si estamos en navidad, se iluminan.
Todos los años da que hablar a la gente, si el ayuntamiento debería, o no,
gastarse más en el alumbrado navideño.
De camino a la plaza, debaixo dos arcos está el quiosco del Sr. Joaquim y de D. Esmeralda.
Echemos un vistazo a la prensa internacional. Los periódicos españoles llegan
con un día de retraso, pero todavía llegan y dan de comer a los dueños de este
pequeño negocio.
Llegando al centro, a la Plaza de Giraldo, compremos las castañas, añadiendo al olor el
sabor de este fruto del otoño. La Fonte
Henriquina, la Igreja de Santo Antão,
la Sociedade Harmonia Eborense se
quedarán atrás. Vayamos en dirección al Largo
Luís de Camões. Cualquier espíritu bricolero exige que entremos en Drogaria Azul para comprar algo que no
hace falta, pero puede hacer. Justo en frente, del otro lado de la calle, se ve
el Sr. Ernesto en su Pronto-a-vestir.
Salúdemoslo.
Me gusta tocar las paredes. Estas son de
piedra, granito, y me imagino los siglos de manos que le han tocado. Flanear exige que nos olvidemos del
pasado, del futuro, y nos abandonemos en el presente. El mío necesita abrazos.
Por eso sigamos, caminemos despacio, miremos a la izquierda al Teatro Garcia de Resende (algún día le
contaré mi carrera frustrada de bailarín) y, bajando la Rua da Lagoa, tenemos una cita con dos muñecos de Playmobil de tamaño real. Estamos en la
tienda de juguetes Neroca y le
presento al propietario y mi gordito favorito: Rui. Me gustaría presentarle a
Andreza pero está ocupada cuidando de la visión de la gente en Oculista Carrilho. Otro día.
A los afectos deberíamos dedicarle más
tiempo. Siempre hay la excusa del reloj, del horario, de la distancia, de los
niños. Yo soy el primero en decir mea
culpa. Sin embargo, y en el contexto de vivir en dos husos horarios,
siempre intento poner las pilas de mis relojes en la tienda del Sr. Cabeça. Aquí
se pueden comprar los básicos Casio,
esos que, desde la infancia, sobrevivirán al apocalipsis.
Sigamos bajando por la calle. En estos
tiempos de absolencia programada, Évora sigue con la misma fuerza de antaño. El
horizonte nos trae el Aqueduto da Água da
Prata. Puesto que llegamos a las afueras de la ciudad, lo llevaré a un
sitio que solo conozco por fuera, el Mosteiro
da Cartuxa. No nos dejarán entrar. Es un templo de silencio y los monjes
cartujos predican con el ejemplo. Nosotros nos quedaremos con el silencio entre
cada latido de nuestro corazón.
Recuperado el movimiento, nuestro camino
sigue hasta el Alto de S. Bento.
Virgilio Ferreira lo inmortalizó en su novela existencialista Aparição. Desde aquí no se contempla
solo la ciudad, se ve la Serra de
Arrábida, se entrevé el mar, y se alcanza España. Yo veo parte de lo que
fui y de lo que soy. Un pesado, reconozco. Un insufrible feliz por haber
disfrutado de su compañía en este flanear
por mi ciudad. Hasta cuando le apetezca. Aquele
abraço.
¿Cuándo vamos juntos y me la enseñas, querido Luis? Abraço
ResponderEliminarSería un honor amigo!!! Hay que organizar esa visita!!!!!! Enorme abrazo!!! "Grande Elías!"
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