(Para Elsa, Juan
Ignacio y Pedro Martín.)
El primer pequeño paso para que se
reconozca que el tiempo pasó es aceptar que del dolor también se puede llegar
al tuétano de las cosas.
Dojo vacío, cuello sudado de
práctica, pantalones gastados, amarillos en blanco de lino, atados por nudos
perfectos, justos, de dedos duros y callosos, sentados en el escalón del
jardín. El sonido de la lluvia revive el té que se toma bastante caliente.
Chojun Miyagi no necesitaba recordatorios
de tal naturaleza. Miraba fijamente el espacio exterior, ordenado y callado, de
su diáfana escuela, poblada por aparatos rudos, toscos de manejo, que ayudan a
la educación del cuerpo y del espíritu por la piedra.
En su mirada resonaban golpes secos
en madera hinchada. Sus manos vacías encallecían un alma sobria, recta,
generosa de raíces, convictamente fuertes y firmes en el agarre.
El último sorbo de té, infusión
de que todo el arte perece, le mereció la mesura de un ritual.
Posada la taza en el escalón de
madera, rascó los dedos en la parte de atrás del cuello, todavía humedecido, y
cumplió el resonar de su mirada, golpeando con sequedad el mojado makiwara bajo la
lluvia.
La percusión de una orquestra de
puño, dirigida por este viejo maestro de Okinawa, en crescendo, líricamente embrutecida,
se hacía acompañar por un recatado silencio femenino.
Pasos cortos, marcha arrastrada de
etiqueta, kimono humilde con nobles pliegues de princesa, le trajeron la
comprensión del paraguas, sujeto en otras manos. Manos suaves, de esposa de un
viejo maestro…
Llueve al ritmo de un makiwara
en Naha.
El Budo no se sintetiza en la maestría
del puño que se agota en artrosis cronológicas. Igualmente habita en las manos cómplices
de quien nos protege al entrenar bajo la lluvia.
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