Y
todo era posible – Luis Leal (“Rayanos Magazine”)
“Allá
en mi juventud, antes de haber salido de casa de mis padres dispuesto a viajar,
ya conocía yo el estruendo del mar de páginas y páginas que ya había leído. Llegaba
el mes de mayo con todo florecido, el rodillo del alba se ponía a girar, sólo
había que oír al soñador hablar de la vida tal si ésta hubiese ocurrido”. Los
verdes años de Ruy Belo, poeta portugués muy vinculado a España, donde vivió y
escribió, no son diferentes del pasado de muchos de nosotros que vivimos ciertas rutinas a finales del siglo pasado. Este
soneto de Belo, sin duda, es de mis poemas favoritos, quizás porque veo algo de
mí en él.
Allá
en mi juventud, antes de haber salido de casa de mis padres, los años eran
lentos. No solamente los gatos en el tejado me parecían gigantes, los días eran
enormes, y las vacaciones de verano eran
esa eternidad de luz y calor con derecho a algunos días de piscina
municipal y, gracias a mi tío, algunos chapuzones en la playa.
Iba
al colegio, jugaba en la calle, hacía los deberes, montaba en bici en el
barrio, leía montones de cómics, veía la tele, ayudaba y acompañaba a mis
padres (¡odiaba trabajar con mi padre!), o me quedaba con mis abuelos, en mi
otro barrio, con una rutina muy semejante. La verdad es que, en mi infancia y
juventud, mi vida (y la de la mayoría de los chavales de mi edad) no estuvo
sometida a ninguna obsesión por “hacer cosas”.
Nuestro
tiempo obedecía al reloj y al
calendario como los demás. Los días tenían 24 horas, la semana iba de lunes a
domingo y el viernes nos enamoraba al son de The Cure porque estábamos en puertas del merecido fin de semana (It's Friday, I'm in love!). La vorágine
existía en nuestras pasiones y en nuestras amistades cara a cara o, si lo
teníamos ya en casa, por teléfono fijo.
Mi
estimado lector detectará algo de viejuno en mí, algo de desencanto en mis
palabras y quizás piense que soy un nostálgico, o peor, un analógico. No voy a
contradecir sus pensamientos, sin embargo, no le ocultaré que nací en fechas en
que sociológicamente se me puede considerar, todavía, Millennial o miembro de la Generación Y.
Solo
me gustan los rótulos en los frascos para no equivocarme al abrirlos y ser
consciente de su fecha de caducidad. Que se vean las personas, las
generaciones, como colectivos etiquetables, consumibles, es cosa de la
sociedad, no es cosa mía. Sé que viví sin imaginar lo que es Internet, sin
imaginar que un día iban a existir
hoteles donde se paga para que nos quiten el móvil, que iban a existir redes
sociales más allá de la familia, amigos, barrio o ciudad. Seguidores ya
existían, pero nos enseñaban a tener cuidado con ellos. Influencers también, sin embargo, no era fácil llegar a los medios
de difusión, eso exigía algún escrutinio y algún mérito. Sé que el ritmo no era
el de hoy y que teníamos más oportunidades de fijarnos en la duración de los
días, en las estaciones del año. Sé que vivíamos más al compás de la
naturaleza.
Al
contrario de muchos que conocieron esta realidad, no creo que haya sido un
privilegio, fue pura casualidad. No merece la pena demonizar la sociedad, echar
la culpa al capitalismo salvaje, a la tecnología abrumadora, a la aparente
falta de rumbo que lleva este mundo. Soy tan insignificante que mis teorías
solo le robaría más tiempo a mis lectores y si estas líneas ya se lo están
robando, humildemente, les ruego que me disculpen.
Si
hay algo que me preocupa, más incluso que el cambio climático y la
deshumanización del presente, es la velocidad con que esta posmodernidad nos
está obligando a vivir. Si en los adultos es ya algo preocupante, estoy seguro de que en los niños es algo efectivamente
dañino.
Intento
proteger a mis hijos de esta realidad, intento que sus vidas no estén sometidas
a la dictadura del tiempo ocupado con miles de actividades y no estoy
obsesionado con que estén siempre haciendo algo. Me da igual que se aburran. Jamás
seré su entertainer, ni exigiré a
nadie que lo sea. Soy su padre. Me gusta que sean niños llenos de energía, pero
no pasa nada si están pensando en las musarañas.
La
mejor estimulación precoz que he encontrado es acompañarlos, que la calidad del
tiempo que estamos juntos no sea considerada como buena o mala, sí como honesta
y sincera en afectos. Por eso me ha preocupado que mi hijo de ocho años me
dijera: “Jo, papi, el curso pasó volando…”. Su noción del tiempo, a tan
temprana edad, me hizo reflexionar, me hizo volver a mi propia noción del
tiempo en mi infancia y descubro que tenemos que bajar el ritmo, que fijarnos
más en la naturaleza, algo que, acorde con los patrones de la era digital, es no
hacer nada productivo.
Estoy
escribiendo esta crónica y ellos están jugando, tendidos en el suelo. Hace
calor y solo podemos salir al final de la tarde. Quizás estén aburridos. Yo
vuelvo a Ruy Belo, a cómo “todo pasaba lejos en otra vida y tenían las cosas
siempre una salida, ¿Cuándo fue? Ni yo mismo sabría contarlo. Era mío el poder
que se tiene en la infancia, no existía entre yo y las cosas distancia y era
todo posible con sólo desearlo”.
Si somos capaces de tener esta
distancia entre nosotros y las cosas, algo me hace creer que tendremos un
tiempo en nuestras vidas en que todo era posible.
"Y todo era posible" - Luis Leal Crónica "Y todo era posible" - Luis Leal in "Rayanos Magazine" |
Sem comentários:
Enviar um comentário