De
bicis y de chicas
Para
Antón Castro,
poeta
y ciclista, “cosecha” también del 59.
Para ser sincero,
tengo que comenzar diciendo que mi trato con las bicicletas nunca ha sido de
íntima amistad. Tal vez porque de crío nunca fui propietario de ninguna y tuve
que aprender a montar en una ajena, de color túnica de obispo y con
guardabarros, timbre y un faro medio ciego con el borde cromado. Una bici de
chico, por supuesto, faltaría más; las de chica, que se diferenciaban de las
nuestras en que les faltaba la barra horizontal que hermana manillar y sillín,
solían llevar también una cestita de mimbre o tela y estar pintadas en colores,
digamos, poco varoniles (rosa chicle, verde pastel, amarillo chillón, lila
damisela…), eran, pues eso, de chicas, o de “lilas”; en todo caso, no aptas
para que machotes como nosotros fuéramos vistos pedaleando alegremente encima
de cualquiera de ellas bajo ninguna circunstancia.
Los chaveas del
barrio las alquilábamos por horas en el negocio que un listillo tenía montado
medio de extranjis, en plan clandestino, en el patio de atrás de su casa. O eso
creía él. Porque allí todo el mundo sabía que el trapicheo que se traía el
espabilado aquel con las bicis mercenarias no era más que una tapadera para
otros asuntos de más enjundia y beneficio. Todos, faltaría más, tipificados más
que de sobra en el Código Penal.
Mi escasez de
trato con las bicis acaso provenga de una aciaga tarde de domingo en que tuve
la brillante idea de gastarme la mayor parte de mi paga semanal alquilando la
que más me gustaba para darme un garbeo extramuros del barrio a mi aire, en
plan chulillo. Dos horas de pedaleo para mí solito, sin compinches pedigüeños
dando la tabarra alrededor como moscones. Gloria bendita, pensaba yo. Pero ya,
ya. No, si bien dice el refrán que a perro flaco todos se le vuelven pulgas y
que la avaricia… ya se sabe. Bueno, a lo que íbamos, que se me calienta la
lengua y la lío. Llevaría unos diez minutos dándole a los pedales como gregario
en contrarreloj, igual que rodador en solitaria escapada, tal que velocista
olfateando el esprín y el triunfo de etapa, cuando me interné en una zona poco
explorada aún por nosotros. Al no conocer bien el terreno, salí a toda pastilla
de unas curvas que parecían un sacacorchos y, casi sin darme cuenta, me
encontré por sorpresa con una pronunciada y cabrona pendiente abajo que según
me deslizaba por ella más cabrona se volvía. Claro, que al que tuviera que
enfrentarla hacia arriba tirando de riñones no le arriendo tampoco las
ganancias.
Cuando eché mano
de los frenos para intentar evitar el desastre que se veía venir, resultó que
ellos también sabían que era domingo y estaban de fiesta por ahí; quiero decir,
que no estaban en absoluto. Y lo peor es que ya no había vuelta atrás que
valiera. Podría haber intentado desmontar a la carrera y que la bici se las
apañara sola con la cuestecita de los huevos, pero me acojoné, lo confieso:
semejante acrobacia se la había visto hacer cientos de veces a mis amigos con
una naturalidad sorprendente pero yo, que queréis que os diga, nunca me atreví
con ella. Cobardón y torpe que es uno.
El caso es que
ante su descortés falta de respuesta a mis múltiples, y ya cercanos al
histerismo, requerimientos, intenté frenar a la desesperada con la también
temeraria maniobra de introducir el zapato entre el cuadro y la rueda trasera
tal y como hacíamos otras veces sin pensar ni por un momento en el peligro que
suponía; más que nada, porque te podías joder el pie en lo que chasqueas los
dedos o te sorbes los mocos. El recurso de urgencia no funcionó ni de coña: con
la suela del zapato echando humo como un tubo de escape acabé estrellándome de
frente y a toda leche contra un bordillo. La montura, como era de esperar, se
resintió malamente y, como si producto del rabioso tropezón se hubiera
convertido de repente en alazán salvaje en un rodeo, me descabalgó sin
miramientos ni respeto alguno por encima del manillar. Me pegué un batacazo
morrocotudo contra la valla de chapa de un almacén (y había sus buenos tres o
cuatro metros entre uno y otra, entre bordillo y valla, distancia que atravesé
volando en décimas de segundo) que para qué os cuento. Lo que sí voy a
relataros son los detalles, harto desagradables, os lo aviso, de la zurra que
me propinó mi madre en cuanto me vio entrar por la puerta con la camisa de
salir y el pantalón (nuevecito, de tergal azul, no se me olvidará nunca) hechos
unos zorros y medio descalzo, o sea, con un solo zapato. Cómo iría de hecho
polvo, que de este último detalle os juro que no me di ni cuenta hasta llegar a
casa. Yo creo que tuve hasta conmoción cerebral con pérdida temporal de la
memoria.
A mi madre no le
ablandó ni un poquito mi aspecto sanguinolento, como de chuletón poco hecho,
gracias a una hermosa brecha en la cabeza, un ojo a la funerala, el brazo
izquierdo desollado desde la muñeca hasta los aledaños del codo, las rodillas a
la miseria, y así como ausente: parecía un ecce homo. Quien me viera por la
calle con esa pinta pensaría que en un descuido del sacristán el cristo de la
parroquia se había descolgado de la cruz por su cuenta y riesgo con ganas de
darse un garbeo y haciendo de paso un milagro que otro para no perder el
hábito. Pero fue llegar a casa y de milagros nada de nada. Es más, mi madre ya
estaba sobre aviso acerca del origen de mi penosa facha (las malas noticias
vuelan) y, vestida con su traje de combate (bambo de flores, zapatilla en la
mano, palo de escoba cerquita por si acaso…), presta a tomar medidas punitivas.
Como le gustaban las cosas por orden y era gente de costumbres, la autora de mis
días no se anduvo con pamplinas ni rodeos: sin darme ocasión para abrir la boca
y soltarle alguna milonga mínimamente creíble con vistas a aplacar su segura
furia justiciera, aplicó de inmediato sobre mi maltrecha anatomía su habitual
correctivo ante mis también frecuentes desmanes, voluntarios o no: primero me
sacudió la badana a modo, que parecía que quisiera rematarme de cómo me atizaba
(como si se arrepintiera de haber parido semejante incordio), y luego, ya más
tranquila y relajada, empezó con las preguntas pertinentes al caso aunque de
vez en cuando todavía se le escapaba algún guantazo en el cogote durante el
proceso de interrogatorio (que digo yo que para qué tanta pregunta si ya sabía
la respuesta de boca de las cotillas.
Y seguro que con algún “adorno” de más), me limpió un poco el estropicio
sangriento antes de castigarme a la cama sin cenar, sin paga durante tres meses
como mínimo (yo creo que tasó al vuelo el coste de pantalón y camisa mientras
me lustraba el pellejo) y, como postre, lanzarme la manida amenaza de “ya verás
cuando venga tu padre y se lo cuente”. Pues vale, mama. Para cenitas estaba yo
después del percance mecánico y la tunda, no te digo. Por cierto, que mi padre,
después del chivatazo materno con exhaustivo despliegue de pruebas incluido (la
camisa, el pantalón, el zapato viudo…), pasó ampliamente del tema. Menos mal y
ole por él. Porque el cabeza de familia sacudía muy raramente, que vendría
cansado del tajo el hombre, pero cuando lo hacía, uf, válganme la Macarena, la
Pilarica y la Blanca Paloma juntitas y en amor y compaña. Un respeto con el
viejo cuando sacaba la mano a pasear y atinaba en carne. De pronóstico
reservado para arriba.
¡Qué trauma, tú!
No os digo más que tuve que dejar de seguir la Vuelta y el Tour por la
tele porque era ver una bici y, cual perro de Plavlov con el reflejo bien
condicionado, empezaba a bizquear producto de las migrañas.
Todo esto después
de devolverle la bici al dueño, al que se le puso la cara como un traje de
arlequín (parecía una sepia en celo cambiando de color a cada instante) cuando
vio el lamentable aspecto del velocípedo: la rueda delantera como un tirabuzón,
el manillar y los radios al bies, el faro colgando y hecho añicos, sin pedales,
la cadena arrastrando por el suelo… Talmente una escultura cubista salida del
caletre de un sujeto que no estuviera en sus cabales: lo único que medio
funcionaba era el timbre. Siniestro total, que dicen los de los seguros. ¡Qué
cabreo se cogió el tío cuando vio el estado de la bicicleta! ¡Pues ni que fuera
la del Eddy Merckx, no te jode! Y tampoco me parece a mí que fuera para tanto
escándalo. Un accidente lo tiene cualquiera, ¿no?
Al barruntar el
cariz que podía tomar el asunto de ahí en adelante (los cambios de color del
careto del fulano eran ya como de fuegos artificiales en feria pueblerina el
día grande), me faltó tiempo para cortar en seco las explicaciones, soltarle la
chatarra de mala manera en la puerta del patio y salir a escape mientras
aquella fiera corrupia descargaba sobre mí y mi árbol genealógico al completo
toda la sarta de barbaridades que se le venían a la boca del tirón: de hijoputa
para arriba pensad las que queráis y acierto seguro. Arrancó a correr tras de
mí con una mala leche que daba miedo. Afortunadamente, como el tipo era rengo de
los de zapatón de un palmo y esprintando daba poco de sí ya que el engorro del
artefacto pedicular le lastraba más de lo que hubiera deseado en ese preciso
momento, desistió al poco de la persecución y lo dejé atrás en un santiamén.
Porque si me llega a entallar me desloma allí mismo con la cadena del trasto
aquel, eso seguro. Cuando miré hacia atrás sin aflojar la velocidad de las
zancadas lo vi con la bisagra doblada, las manos en las rodillas y resollando
congestionado como un fuelle de chimenea con un ataque de asma.
Algún tiempo
después, cuando me pareció que la cosa se había enfriado lo suficiente y mi
madre reinstauró la paga, volví a intentarlo, pero el cojo, que de pies no
andaría sobrado pero tenía memoria de elefante y era un tanto rencoroso, se negó
en redondo a alquilarme otra bici nunca más. En el breve tiempo que estuve por
allí no vi mi favorita colgada de su gancho en la pared. Imagino que no hubo
manera de arreglarla y la desguazaría para repuestos. Espero que no hiciera
también algún apaño chapucero con los frenos traidores, aunque no me extrañaría
ni un pelo dada la sórdida catadura del sujeto.
Algo más tarde de
todo aquello, todavía convaleciente de las lesiones, fui con mis tres
compinches al lugar de los hechos para que dejaran de darme la tabarra con el
suceso:
-Aquí, aquí fue
donde me pegué el hostiazo -les decía ufano con el brazo en cabestrillo, como
si aquello hubiera sido una hazaña digna de estatua en la plaza mayor y no algo
que, entre el accidente y mi madre, estuvo en un tris de llevarme en volandas
al otro barrio por gilipollas y egoísta además de cobardón.
-Joé, tú -preguntó
uno-. ¿Y hasta aquí volaste? ¿Pues a cuánto ibas, macho?
-Pues sí señor,
hasta aquí, hasta aquí -confirmé yo señalando con el brazo bueno el punto
exacto del topetazo (un bollo más que aparente en la valla lo confirmaba) mientras
nos echábamos unas risas.
Pero no todo fue
tan cutre en mi relación con los vehículos de dos ruedas, radios, cadena y
pedales: también, y aunque os parezca mentira a tenor de lo dicho hasta ahora,
hubo lugar para la poesía, el erotismo y la sensualidad. En un ya remoto
verano, una de las ocupaciones preferidas de mi pandilla para matar el tedio
era ver pasar a “la chica de la bici”. De lunes a viernes, sin faltar ni una,
todas las tardes aparecía aquella diosa del ciclismo por la acera de enfrente a
la nuestra unas veces montada en su bicicleta, otras caminando con parsimonia
junto a ella. Los fines de semana, libraba. ¿De dónde había salido semejante
belleza? ¿Por qué sólo aparecía las tardes laborables? ¿En qué afortunado lugar
se metía por las mañanas y los sábados y domingos? ¿De dónde venía o hacia
dónde iba semejante belleza dejando a su paso aquella estela casi física de
sensualidad y deseo? Ni puta idea. Lo extraño, lo he pensado muchas veces desde
entonces, es que en una de esas no se nos ocurriera seguirla con lo cotillas y
puñeteros que éramos. Pero así fue: juro con una mano encima del Decamerón y la otra en el Kamasutra que nunca la seguimos. Por
estas. Eso sí, no le quitábamos ojo desde que doblaba la esquina por la que
aparecía hasta la otra, distante apenas treinta o cuarenta metros, por donde se
esfumaba hasta el día siguiente. O hasta el lunes, si acaso era viernes.
Durante el breve tiempo que duraba el paseíllo de la bella misteriosa frente a
nuestro asombro, nos resultaba imposible quitarle la vista de encima a tan
sublime aparición. Ella ni nos miraba, claro, pero esto es de comprender; si yo
hubiera estado en su lugar, desde luego no hubiera perdido ni un segundo en
posar la mirada sobre la cuadrilla de ganapanes que formábamos: cuatro imberbes
en pantalón corto agachados en cuclillas comiendo pipas o mascando chicle con
la boca abierta; o sentados en el suelo con las piernas cruzadas y los ojos
como platos. Estábamos como hechizados,
coño: parecíamos marionetas de cartón piedra en el descanso de la función de un
titiritero loco.
La chica, que como
en el clásico chiste de la disputa y el viejo medio sordo ya no lo era tanto
(nos sacaría sus buenos seis o siete añitos, lapso de tiempo que a esa edad
entre la adolescencia y la juventud son todo un mundo por explorar, una
trinchera casi insalvable, un acantilado cabrón como campo de minas), nos tenía
en un sinvivir, cada uno con su particular condena a cuestas: si a uno le
gustaba su culo (no el trasero ni los glúteos, no, que eso no son más que
pamplinas y cursilerías modernas, sino el culo culo de toda la vida), el otro
bebía los vientos por sus labios de mora o fresa; si el otro se quedaba
atontado fijándole las tetas en su punto de mira como un francotirador que no
tiene ojos para nada más, el uno se embelesaba con la finura y elegancia de las
manos; si este bizqueaba mirándole el doble y dulcísimo tobogán de las piernas,
el que aspiraba a poeta todavía sin saberlo no paraba de dar bombo al ámbar
dulce de sus ojos y el embrujo de su mirada, sus elegantes y sinuosos
movimientos de gacela o el temblor de seda y oro de sus cabellos a merced de
las cambiantes y embriagadoras luces del crepúsculo. El poetilla en ciernes un
día hasta le escribió (bueno, la verdad es que lo copió de un libro del cole
pero le quedó fetén) un poema de lo más cursi con la secreta esperanza de
atreverse a dárselo algún día. De un tal Darío, creo recordar, aunque no
pondría la mano en el fuego por el dato exacto. ¿Será por poetas cursis? No
hubo tal porque tan solo de pensar que para dárselo tendría que acercarse a
ella ante la mirada zumbona de los demás y el pasmo, o la sorna, de la
muchacha, le entraba una flojera en las tripas y las piernas hasta extremos
difícilmente imaginables. Dejando aparte, claro, que si los colegas llegan a
enterarse de lo del poema les hacen picadillo a los dos allí mismo: a él y al
poema. Pues anda que no eran cazurros el Tasio, el Anacleto y el Manolo. Bueno,
y aquí entre nosotros, guardadme el secreto, yo también, pero tampoco voy a ir
por ahí tirando piedras contra mi tejado ni dándole tres cuartos al pregonero.
Los versillos plagiados acabaron pudriéndose en el bolsillo del pantalón corto
perdidos entre canicas, chapas, munición para el tirachinas, plumas de verderón
o jilguero, el zumo churretoso de alguna golosina hecha papilla…
Ignoro si desde
entonces el resto de la panda se habrá ido de la lengua en algún momento,
aunque espero que no porque los pactos son para cumplirlos, pero lo que es yo
no pienso contar aquí, que hay niños despiertos, las maniobras orquestales en
la oscuridad con las que me solazaba a diario en cuanto le echaba el pestillo a
la puerta del servicio y me ponía a imaginar cositas ricas con la solitaria
rodadora encima del sillín. Esto ya os lo podéis imaginar vosotros solitos.
Pero que conste en acta que yo no lo he dicho. Entre nosotros sí que nos
contábamos con todo tipo de detalles, con pelos y señales, los pecados contra
la carne que cometíamos a diario. Y no sólo pensando en ella, aunque justo es
reconocer que se llevaba la palma ya que era la que teníamos más “a mano”: en
el saco de Onán entraban también en revoltillo, sobre todo los fines de semana,
actrices, cantantes, esa joven amiga de nuestras madres o hermanas, profesoras
del cole, alguna monjita de las de la guardería de los mocosetes… Cuando nos
poníamos con el tema no se nos escapaba ni una.
Lo más curioso de
todo es que antes de aquel verano a la chica de la bici no la habíamos visto
jamás por el barrio. Ni volvimos a verla después nunca más, sola o acompañada,
con o sin la bici, fuera verano o invierno. Simplemente se esfumó: un día no
apareció como de costumbre y hasta ahora. Por no saber, no sabíamos ni cómo se
llamaba. Su efímera y turbadora presencia en nuestras vidas fue como un súbito
fogonazo para espabilarnos las hormonas y sacudirnos la estival modorra que
penábamos como galeotes.
Aquella chica,
estoy convencido, tenía algo especial que nos impedía comportarnos hacia ella
con las habituales desvergüenza y burricie con las que acosábamos a las demás
muchachas del barrio. Como si fuera un puerto de primera categoría inalcanzable
para ciclistas aficionados.
Con deciros que ni
siquiera nos atrevimos nunca ni a silbarla.
(De Álbum de
sombras, Eolas Ediciones, 2017)
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