segunda-feira, janeiro 19, 2009

El complejo Pigmalión o la nueva educación.


Hace ya casi dos milenios y medio, a finales del siglo IV a. C, en una Atenas

mermada por las guerras -primero contra los persas y después contra la liga del

Peloponeso- Platón acababa de sufrir, en el 399 la muerte del «más justo de los

hombres»,1 su maestro Sócrates, víctima de una conjura que triunfó en la asamblea del

gobierno democrático ateniense. Iba a comenzar el principio del fin de la época dorada:

el llamado «siglo de Pericles». El historiador Emile Bréhier señala cómo en la Grecia de

aquel entonces, el filósofo se definía sobre todo por su relación y sus diferencias con el

orador, el sofista y el político,2 ejemplos muy relevantes de lo que constituía la sociedad

ateniense de la época.

Para Platón, el sofista representaba no sólo un enemigo a combatir desde el

terreno especulativo, sino un peligro para la concepción social que había defendido

durante toda su vida. Es importante señalar que los sofistas –los más antiguos

precursores de lo que hoy serían los llamados «profesionales de la educación»- no eran

atenienses, sino como hoy día se diría «ciudadanos del mundo». Sus embajadas a

Atenas serían contadas, pero dejarían una huella imborrable, pues llevarán a la filosofía

clásica aspectos decisivos en el desarrollo posterior de las ideas, como la distinción,

entre dos ámbitos que jamás volverán a unirse desde entonces: la Naturaleza y la

Cultura, así como la introducción del individuo como foco fundamental del conocer y

actuar humanos.

Frente al esencial comunitarismo de Platón, para el cual ningún hombre es

persona fuera de la sociedad (es decir, de la polis) el sofista propugnaba la nueva

libertad del hombre burgués, hecho a sí mismo, e igual por naturaleza a todos los demás

hombres. Así lo sostuvieron sofistas como Hippias o Antifón.3 De este modo, el papel

de la Naturaleza quedaba neutralizado: el hombre solo se hace persona en el seno de

Cultura, por lo que una de las importantes misiones de todo Estado era proveer una

educación (paideia) a todo ser humano. Desde este similar punto de partida, los puntos

de vista de Platón y los sofistas van a ser radicalmente distintos, pues los sofistas parten

del individuo como un sujeto a priori de derechos y cualidades, las cuales suponen el

fundamento mismo de su socialización. Platón, en cambio, no parte del individuo, sino

de la persona social: es la sociedad el más radical suelo donde las cualidades y derechos

humanos se establecen. Fuera de ella no hay más que la animalidad o la divinidad. Es

por ello que Platón considera la distinción entre Physis (Naturaleza) y Nomos (Cultura)

como fuera de lugar. El hecho es que esta cesura dualista y metafísica entre los ámbitos

natural y social del ser humano, separados entre sí, dará lugar con el tiempo a la

distinción que para los ilustrados alemanes se establecerá entre las llamadas

Naturwissenschaften o Ciencias de la Naturaleza y las Geistwissenschaften o Ciencias

del Espíritu, muy distintas de los clásicos trivium (gramática, retórica y lógica) y

quadrivium (aritmética, geometría, astronomía y música) que formaban la tradición de

las «artes liberales». Dicho currículo, que Platón y Aristóteles llevaron a la práctica en

sus escuelas, se basaba en la asunción de aquellas disciplinas necesarias para el

desarrollo de la inteligencia y la excelencia moral, diferenciándose así de aquellas que

son meramente útiles o prácticas. Sin embargo, la división sofista entre lo natural y lo

cultural es la que parece haber triunfado hoy día en el currículo occidental, hasta llegar a

nosotros, depositarios de un itinerario educativo que ha de elegir forzosamente entre una

educación científico-tecnológica, o una educación socio-humanística.

El valor del individuo que, en definitiva, el «nuevo ilustrado» propugna en la

cada vez más depauperada Atenas, es aquel separado de la sociedad y que, por ello

mismo, necesita de esta para cumplir su plena realización. Un individuo genérico cuyo

ejercicio hace a la sociedad y no al revés. Y una sociedad en la que todo hombre

encuentre en los demás, no la realización, sino, por el contrario, la limitación de su

libertad. Así lo señala Marx frente a la Ilustración que enarbola los Derechos del

Hombre y que muy bien podría haber sostenido Platón frente a la ilustración sofista:

Muy lejos de concebir al hombre como ser genérico, estos derechos hacen aparecer, por el

contrario, la vida genérica misma, la sociedad, como un marco externo a los individuos,

como una limitación de su independencia originaria. El único nexo que los mantiene en

cohesión es la necesidad natural, la necesidad y el interés privado, la conservación de su

propiedad y de su persona egoísta.4

Los sofistas se amoldaron perfectamente al sistema democrático ateniense, que

veía en su ideal educativo la razón de estado perfecta para perpetuarse. En efecto,

los sofistas promulgaban que todo hombre lo es verdaderamente si resulta educado

en los valores de la ciudadanía (democrática) de la polis. De este modo,

presentándose a sí mismo como los más preparados y sabios (sophistés) de los

hombres, se arrogaban el papel de formadores de la virtud, y, justificaban así un

sueldo, debido a la esencial función social que desempeñaban para el Estado. Es por

ello que Protágoras defendió –quizás por vez primera en la historia de Occidente- la

educación obligatoria para todo infante, fuera este de la condición que fuera. De este

modo, el gobierno –mediante tales funcionarios- se garantizaba el papel de

educador, al tiempo que legitimaba su status.

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Pero este papel redentor a través de la educación tuvo, tras los sofistas, otro

tradicional abanderado: el clérigo. De hecho, y como tan certeramente han sabido

asumir las religiones monoteístas, desde tiempos inveterados la formación del creyente

ha resultado fundamental para su «conquista» espiritual. Mediante la formación del

neófito, y como señala el filósofo español Gustavo Bueno: «la Gracia santificante, don

del Espíritu Santo, en cuanto “gracia medicinal” curaba el hombre de su estado de

pecaminosidad; también lo elevaba sobre su estado natural de animalidad, como “gracia

elevante”»5 y sobre todo, lo justificaba en su existencia y daba a su vida un sentido

preciso. De este modo, el sofista y el sacerdote se erigían en los auténticos caudillos (de

ducere: «guiar, conducir» de donde proviene también «educación») de una humanidad

que, solo de este modo, salía del Estado de Naturaleza para penetrar en el Reino

santificador de la Cultura. En consecuencia, la Cultura -así como su intrínseco

referente, la «Educación»- resultan desde la Edad Media, modos secularizados de la

Gracia. Por ello, la función tradicionalmente dominante (es decir, la clerical) ha sido

análoga a la que definió al Reino de la Gracia. La educación «remediará el estado

meramente natural al que estaría “condenado” el hombre como primate (…) elevará a

los hombres a su condición de seres espirituales y libres.»6

Hoy día, con la progresiva secularización de las sociedades occidentales, es

decir, con la cada vez menor presencia de la religión en los felices hogares del Estado

del Bienestar, los curas de almas han tomado formas nuevas y esta libertad y dignidad

que el sacerdote insuflaba se ejercita por obra de unos nuevos sofistas: cierto tipo de

«educadores» cuyas proclamas están llenas de humanismo ilustrado, pero que esconden

-acaso sin saberlo- por encima y por debajo de dicho disfraz, una sotana y un

alzacuellos. Muchos de ellos incluso se confiesan convencidos defensores del más

riguroso laicismo, enarbolando la proclama de una educación «racional y científica».

Estos «educadores» llevan a cabo la ideología metafísica y humanista de los

antiguos sofistas y de los clérigos. En palabras de Platón: «dan un aire de novedad a lo

que es antiguo, y un aire de antigüedad a lo que es nuevo; en fin, han encontrado el

medio de hablar indiferentemente sobre el mismo objeto de una manera concisa o de

una manera difusa»,7 pues inventan supuestas nuevas técnicas pedagógicas, recubren de

eufemismos lo que desde años han constituido las terapias de control de la conducta.

Pero además se convierten en los nuevos y perfectos adalides de los gobiernos y los

Estados occidentales y, subvencionados por ellos, llevan a cabo el trabajo por el que

mediante ellos, el Estado nos hace personas humanas, es decir, nos convierte en seres

civilizados, miembros de pleno derecho de la Cultura santificante. De este modo, estos

cada vez más numerosos nuevos sofistas que pululan por tantos centros educativos y por

las Consejerías de Educación de nuestra Europa, establecen para el profesional de la

educación un papel que, solo un ministro de divinidades podría ejercer: la santificación.

Pero dicha utópica y loable misión -ninguna más valiosa y profunda podría arrogarse un

hijo del hombre- se convierte, si se mira desde una perspectiva más terrenal y realista

como pretende ser la nuestra, en la auténtica prebenda de los gobiernos a sus siempre

potenciales votantes, justificando así la preciosa y nunca ponderada tarea de dar una

educación a sus ciudadanos. Por ello, estos nuevos sofistas, como en tiempos de Platón,

se erigen en los nuevos adalides de los gobiernos, y subvencionados por ellos, en los

formadores de la civilización que el sacrosanto Estado promueve para el bien de los que

serán sus correligionarios, sus sostenedores. No obstante, no se cansan, bajo este

humanismo decimos, de fomentar una educación basada en la libertad y el espíritu

crítico, a excepción de no criticar la salvaguarda de la educación misma, que es, como

sabían los sofistas hace dos mil cuatrocientos años, la del mismo Estado. Por eso, estos

«educadores» que tanto proliferan en nuestros días siempre estarán unidos al Estado y el

Estado ideológicamente a ellos, como los garantes de su ascenso al reino de la Cultura,

es decir, de la Gracia. Lo mismo que siempre quiso la Iglesia. Iuventutis institutio

renovatio mundi est. Tan lejos, tan cerca.

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De este modo, el educador tomado en estos términos, además de constituir un

elemento ideológico para el sostenimiento del Estado, puede producir efectos muy

perniciosos en los educandos como lo señala el famoso mito de Pigmalión, cuya

moraleja hace ya tiempo que se ha aplicado en el análisis de la educación escolar.8

Pigmalión es un escultor de Chipre que odiaba a las mujeres y decidió no casarse nunca.

Durante muchos meses, sin embargo, se dedicó a esculpir una mujer hermosa y acabó

enamorándose locamente de la estatua. Pigmalión le suplicó a Venus, diosa del amor,

que le enviara una muchacha semejante a su estatua. La joven, a quien Pigmalión llamó

Galatea, se convirtió en su amante. De este modo, muchas interpretaciones se han

sucedido a lo largo de los siglos sobre este mito. Así, por ejemplo, la del dramaturgo

británico Bernard Shaw, en su comedia Pigmalión de 1913,9 para el cual Pigmalión es

un misántropo y misógino que se jacta de tratar a todos por igual desde su torre de

marfil revestida de ciencia e ilustración y cuya labor de escultor se centrará en cincelar

a una muchacha de baja estofa para transformarla en una auténtica dama de la alta

sociedad, según sus altos y humanos principios. Por ello el amor de Pigmalión hacia

Galatea no es real, pues ella solo constituye para su formador el conejillo de Indias de

un experimento del que Pigmalión se ha enamorado maniáticamente. Por ello Pigmalión

no ama a Galatea, sino solo a propia técnica artístico-educadora. De este modo, una de

las enseñanzas que este mito aplicado a la labor educadora, nos proporciona es que

resulta muy humanizador y loable que el maestro o profesor hagan lo mejor por sus

alumnos, cuando en el fondo lo que hacemos es perpetuar nuestras propias ideas a

través de ellos, utilizarlos para mayor gloria de nuestras convicciones. «Les imponemos

la humanidad -dice Savater- tal como nosotros la concebimos y padecemos, igual que

les imponemos la vida».10 Así, el mito de Pigmalión se traslada al tipo de profesor (o al

sacerdote, llamado «padre») que cree salvar por la educación a sus hijos, concebidos

como las joyas de su creación pedagógica frente a un mundo canalla y zafio. De ello se

desprende un notable pesimismo con respecto a los humanos, sobre todo con respecto a

aquellos que no comparten los presupuestos educadores o los ideales tan humanos de

dichos profesores. Así, esta buena voluntad educadora del nuevo maestro o profesor

para con sus educandos puede analizarse desde otro punto de vista, no tan benigno, y

que respondería más bien al famoso lema de Schopenhauer según el cual, mientras más

observaba a los demás hombres, más amaba a su perro.

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La socióloga canadiense Judith R. Harris señala en su libro El mito de la

educación,11 que las teorías globales de los llamados «expertos» en educación se basan

en presupuestos que la autora, mediante un laborioso trabajo experimental y de campo,

ha demostrado como infundados. La conclusión a la que llega, tras años de

investigación y de haber sistematizado sus conclusiones en su llamada «teoría de la

asociación grupal», es que los muchachos en edad educativa tienden a valorar más la

interacción simétrica que la complementaria, es decir, que les influye más un entorno de

relación (los «nuevos educadores» tal vez utilizarían el neologismo «interacción») de

reciprocidades entre iguales, que el entorno hogareño y escolar, los cuales suponen

relaciones más complementarias o desiguales.12 Harris critica a todos estos nuevos

expertos en la educación, porque conciben a esta de una manera demasiado sistemática,

sin valorar realmente la diferencia en sí de cada educando. Por otro lado, el antropólogo

J. P. Carothers, durante sus investigaciones a numerosos pueblos africanos, señala que

los miembros instruidos de dichas sociedades «merecen una mayor comprensión de sus

dificultades» pero, por otro lado, al ser estar más formados, «sus tentaciones son mucho

mayores».13 Asimismo afirma que los miembros de la comunidad no instruidos poseen

un sistema nervioso mucho más letárgico, mientras que, por el contrario, los miembros

educados resultan mucho más productivos. Sin embargo, las consignas de ciertos

miembros de la comunidad educativa, cada vez más como decimos, no admitirían estas

evidencias. Seguramente esgrimirían los formalismos metafísicos de la Humanidad y la

Dignidad que ensalzan todos los políticos para justificar tan preciada misión. Así se

desprende de las palabras llenas de solemnidad que los gobernandos pronuncian cuando

hablan de la Cultura, la Educación o la Democracia. Una especie de fundación de un

mundo nuevo

(…) más allá de cuya entrada no estará tolerado avanzar para las criaturas del viejo. Tal vez

eso explica buena parte de la obsesión por fundar ese mundo nuevo y extraordinario sobre

algo más que un solo factum político; sobre algo que deriva más de la mutación metafísica:

la emergencia de algo prodigioso y aún por estrenar llamado “hombre”, invención genérica,

suntuosa, bajo la cual dar razón de todo aquello que el viejo mundo ignoró.14

Lo que señalan estas palabras de Gabriel Albiac es que esa nueva pretendida utopía por alcanzar mediante la educación, la del hombre autónomo y libre en el que se realizarían los más altos valores del humanismo resulta el sueño vacuo y falso en el que

los Estados gobernantes y sus ciudadanos perpetúan su inquebrantable unidad. No creamos que solo la escuela educa…no nos arrogemos la soberbia de ser los únicos

responsables en la formación de la personalidad académica y biografía de un educando. No pretendamos convertir el centro educativo en otro lugar de salvación, pues la escuela

no es un reino de «humanización» más de lo que lo es la sociedad en la esta se

incardina. No solo educa la escuela, sino los medios de comunicación, el entorno

familiar o los amigos. Y no somos más importantes que ellos. «¿Hasta ese punto,

insensatos, deberemos pensar que (los maestros y profesores) son quienes afirman que

son los más sabios de los hombres?».15 No caigamos en la sofística de ciertos

psicopedagogos y expertos en «culturizar» o «humanizar» al ser humano «educándolo

en valores» utópicos desde los que se juzga la sociedad circundante: la Igualdad, la

Solidaridad o la Tolerancia, por ejemplo. «Lo falso –afirma Ortega– es la utopía, la

verdad no localizada, vista desde "lugar ninguno”. El utopista (...) es el que más yerra,

porque es el hombre que no se conserva fiel a su punto de vista, que deserta de

supuesto.»16 La educación no debe juzgar desde ningún valor preconcebido y acrítico la

sociedad en la que ella misma se incardina, sino mostrar «con la misma libertad de

espíritu a la cual las matemáticas me han habituado» -como diría Spinoza- que la

auténtica formación es la de comprender las acciones humanas como se comprende un

teorema matemático: humanas actiones non ridere, non lugere, neque detestari, sed

intelligere.17 Esta educación spinozista y platónica sería así la de los verdaderos

individuos libres. Sin embargo como sucedió en vida de Spinoza y Platón, «estos

hombres libres pasan automáticamente a convertirse en “enemigos del Estado”».18 Para

una educación sofística que huele, demasiado sospechosamente, a humanidad,

postulamos esta libertad de espíritu que Platón promulgaba en el frontispicio de la

Academia: nadie entre aquí que no sepa geometría.


NOTAS.

1 PLATÓN: «Carta VII». En Cartas, Madrid: Akal, 1993, p. 188

2 BRÉHIER, Emile: Historia de la filosofía, I. Madrid: Tecnos, 1988, p. 128.

3 JAEGER, Werner: Paideia. Paris: Gallimard, 1988, p. 377.

4 MARX, Karl: «La cuestión judía». En Anales franco-alemanes; Barcelona: Martínez Roca,

1970, p. 441.

5 BUENO, Gustavo: «Entrevista». En Culturas, 336, (1992), p. 3.

6 Ibíd..

7 PLATÓN: «Crátilo» 484b3. En Diálogos, México D. F: Porrúa, 1992, p. 652.

8 ROSENTHAL, R. y JACOBSON, L. E: Pigmalión en la escuela. Madrid: Marova, 1980.

9 Pieza que fue la base para una película y un musical que con el nombre de My fair lady se

estrenó en 1955 y llevada de nuevo al cine en 1964 por George Cukor.

10 SAVATER, Fernando: El valor de educar. Barcelona: Ariel, 1997, p. 7. Sin embargo, el

propio Savater parece hablar desde las misma posiciones sofísticamente humanistas cuando

afirma ideas como esta, de las que su estudio se encuentra bien provisto: «vaya por delante que

tengo a maestras y maestros por el gremio más esforzado y generoso, más civilizador de cuantos

trabajamos para cubrir las demandas de un Estado democrático». Ibíd..

11 HARRIS, Judith, R: El mito de la educación. Barcelona: Grijalbo, 1999.

12 Op. cit. p. 199.

13 McLUHAN, Marshall: Galaxia Gutemberg. Madrid: Círculo de Lectores, 1993, p. 60.

14 ALBIAC, Gabriel: Desde la incertidumbre. Barcelona: Plaza & Janés, 2000, p. 103.

15 PLATÓN: «Menón», 91d-92b. En op. cit. 211. El paréntesis es nuestro.

16 ORTEGA Y GASSET, José: El tema de nuestro tiempo. Madrid: Revista de Occidente, 1976,

p. 103. En el apéndice de este libro «El ocaso de las revoluciones», y en el contexto de este

tema, considérese también estos asertos del filósofo español, aplicados a la educación: «La ley

buena es buena por sí misma, como pura idea. Por eso, desde hace siglo y medio, la política

europea ha sido casi exclusivamente política de ideas. (...) Ahora bien: una idea forjada sin otra

intención que la de hacerla perfecta como idea, cualquiera que sea su incongruencia con la

realidad, es precisamente lo que llamamos utopía. (...) Tal vez en la ciencia, que es una función

contemplativa, tenga el utopismo una misión necesaria y perdurable. Mas la política (léase, la

educación) es realización. ¿Cómo no ha de resultar contradictorio con ella el espíritu utopista?».

Op. cit. p. 129.

17 «Tratado Teológico-Político I.IV». En SPINOZA, Baruch: Ética / Tratado Teológico-

Político. México D.F: Porrúa, 1991, p. 307.

18 ALBIAC, Gabriel: op. cit. p. 61.


Ensayo escrito por José António Santiago

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